¡Hola Dios!. Sé
que existes muy ocupado por nosotros; eso es muy grande como para preguntarte
cómo estás. Mientras tú existes ocupado, yo estoy preocupado; atado, sin saber
qué hacer, me esfuerzo por mejorar y corregir mis errores. Quiero decirte que,
más allá de hablar y de escribir, parece que no me diste más ningún otro don
que me permita esforzarme mucho más, por mi hermana humanidad entera. He sabido
que, esta tierra que me designaste para nacer y vivir, es privilegiada; he
sabido muchas cosas, de otras tierras y de esta en especial, que me permiten
intuir que Venezuela está llamada a efectuar mucho trabajo en pro del mundo
entero; pero… ¿cómo desgarrar el velo de la ignorancia de la inmensa mayoría de
personas residentes en este país?. ¡Ay Dios!, de verdad te digo que yo también
soy ignorante, porque es que no sé siquiera la respuesta de esa pregunta.
Dios, a veces
caigo en letargos de asombro que me ofuscan el pensamiento; a veces percibo la
pequeñez de mí y me aterrorizo; a veces me siento desfallecer, invadido de
tristeza, lleno de desesperanza para el mundo, ahogado por el desprecio del
cual a diario veo que eres víctima. Ya me siento impaciente, frente a la
premura visiblemente cercana que parece anunciarnos que muy pronto habremos
quedado sin tiempo. Dios, ¡cómo quisiera poderte oír más de cerca!, ¡cómo
quisiera entenderte más profundamente!, ¡cómo quisiera tener entre las manos
una fuente inagotable de respuestas!. Dios, yo sólo tengo preguntas: finitas
preguntas. Es que a muchas de mis preguntas no encuentro respuestas y, ante tal
circunstancia, no puedo ascender a las otras preguntas de cuyas respuestas
brota la verdad (esa de la que nos habló tu hijo mayor, esa que él nos dijo que
es la que nos hará LIBRES).
Dios, tengo
angustias y temores, fundamentados en la globalidad de cosas que percibo y
entre las cuales estoy, aquí en este plano físico. Sabiendo, casi con certitud,
que hay muchos otros seres con mi misma percepción, y mis mismas inquietudes,
no logro saber cuál es el mecanismo inductor a emplear para unirnos como en un
solo ser y aportar vigor para salvarnos todos (la tarea primaria es salvarnos
de la ignorancia; he entendido que, sin antes haberse salvado de la ignorancia,
no es posible salvarse de ninguna otra amenaza). Siendo que tú eres la Fuente
inagotable de la sabiduría, sin duda, tú eres el recurso (el mecanismo
inductor) unificador.
Dios, quiero
contarte resumidamente algunas cosas, yo sé que tú las sabes; pero también sé
que tú quieres que alguien te reporte, en abierta demostración de que te
reconoce como El Supremo, de todos, en todo, de todo y sobre todo. Dios, siendo
que tú nos creaste semejantes a ti, parece que quisiéramos superarte; hemos ido
evolucionando, siglo a siglo, es cierto, pero arrastrando siempre la querencia
desproporcionada de poder ilimitado; poco a poco hemos ido alejando nuestra
esencia del valor sustento de todos los valores (el humano) y sólo lo asociamos,
ya no como valor sustento de los demás valores de nuestra esencia sino como
nuestro simple género. Dios, nosotros no amamos, no nos amamos; nosotros hemos
empleado, para dañarnos y lanzarnos a un infinito abismo involutivo espantoso,
ese hermoso don de la razón (tal vez semejante al tuyo pero jamás igual) que tú
nos has dado. Dios, los antivalores nos están tragando y, creyéndonos felices
en esa condición, estamos mounstrificándonos desde la esencia hasta la
transformación, ¡Dios, qué terrible… ayúdanos!. Dios… ¡cuánta ignorancia nos
arropa las conciencias manteniéndolas profundamente dormidas!. Muchos de
nosotros, desde el principio de nuestro brote sobre la faz de este planeta,
hemos “disfrutado” sacrificando a semejantes
de multidiversos modos; mientras más “progresamos”, más nos engulle la
involución, más competimos en esta loca carrera rumbo a la inclemente
autodestrucción.
Dios ¡qué ignorante soy!; hay
muchas cosas de las cuales sólo he vivido con hipótesis, creencias y no
seguridades, la certeza esquiva la siento lejana. En esas cosas, quizás,
residan muchas de las preguntas cuyas respuestas portan la VERDAD. Tal vez allí
resida la clave salvadora, de la humanidad, del planeta hasta la transformación,
y de la purificación de la transformación misma.
Dios,
bendícenos a todos, ilumínanos; hasta pronto Dios, no nos abandones, vente con
nosotros. De mí te digo que contigo siempre andaré; aunque de ti me despida en
el lenguaje, mi esencia en ti siempre estará.
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